La señora de Warens, la de Basile, la de Larange, la de Breil. Para haber apostolado tanto sobre la domesticidad de la mujer y su supuesto papel de leal compañera, Jean Jacques Rousseau no escatimó a la hora de adornar las cabezas de sus coetáneos con soberanas e ilustradas cornamentas. El filósofo, condenado por el feminismo desde que se cruzara con Mary Wollstonecraft, nunca reconoció a las mujeres como ciudadanas iguales a los hombres, negándoles los derechos políticos por los que abogó en su obra ‘El Contrato Social’. Y sin embargo, fue gracias a ellas que consiguió una existencia relativamente cómoda. Ellas lo emplearon y le fueron proporcionando una vida holgada en la que pudo cultivar el pensamiento, la filosofía y el sexo.
Convencido como estaba de la supremacía de la Naturaleza, para Rousseau, como para parte de los pensadores de finales del siglo XVIII, el deseo sexual era innato a la condición humana y, como tal, no debía ser reprimido, sino todo lo contrario. Así que si había que ser infiel al vecino, se era y listo. Sin llegar al extremo ni a la teorización del Marqués de Sade, el deseo en Rousseau no tardó en manifestarse. En plena pubertad y desde que Madame de Warens, trece años mayor que él, lo acogiera como protegido y lo convirtiera en su amante, Jean Jacques, que se refería a ella como “mamá”, desarrolló cierta debilidad por las mujeres mayores.
Con la señora de Basile vivió una de las anécdotas más reveladoras sobre los gustos sexuales del ilustrado pensador. Aquella mujer, dueña de la tienda de Turín en la que Rousseau se colocó como contable, le pidió tumbarse a sus pies y sólo con su mirada dominadora provocó uno de los momentos más placenteros de cuantos reveló el ginebrino en su obra ‘Confesiones’. “Nada de cuanto me ha hecho sentir la posesión de las mujeres vale tanto como los dos minutos que pasé a sus pies sin atreverme a tocar su ropa”, escribió. Rousseau se veía como tímido y a pesar de ello la lista de amantes de sus ‘Confesiones’ no está exenta de mujeres casadas, niñas y prostitutas. Y eso que aseguraba sentir horror por las mujeres públicas y los libertinos.
No escatimó el azote del Antiguo Régimen en detalles, llegando a narrar sus correrías de juventud como exhibicionista -a Rousseau le ponía masturbarse en lugares públicos a la vista de jóvenes y viejas- y sus pasiones voluptosas (sic) por las mujeres mayores y robustas. De las primeras acabaría riéndose al escribir “es imposible describir el placer imbécil que experimentaba ofreciendo este espectáculo a sus ojos”; de las segundas jamás se retractó. Es más, retó a cualquiera que se atreviera a cuestionar su comportamiento.
La idea de deseo en Rousseau fue la de un defensor acérrimo de las leyes de la naturaleza. Por eso, aunque les negara la condición de ciudadanas, el enemigo intelectual de la Wollstonecraft reconoció el papel activo de las mujeres en las relaciones sexuales, a diferencia de lo que debiera ocurrir apenas un siglo después. Eso sí, en el retrato que hizo de ellas no pudo sacudirse su misoginia. Para Jean Jacques, las mujeres eran embaucadoras, rencorosas, infieles y sobre todo insaciables. Tímido, aunque dotado con un temperamento ardiente y lascivo, según su propia definición, aseguraba que hasta para la más casta, “el crimen más imperdonable que el hombre (…) puede cometer contra ella es que, pudiendo poseerla, no lo haga”. Eso sí, les otorgaba la capacidad de “disimular su furor, sobre todo cuando es ardiente”.
Dos siglos y medio después de que Rousseau escribiera sus autobiográficas ‘Confesiones’, otro libro, escrito por una pensadora en las antípodas intelectuales de áquel recupera la idea del deseo femenino en la madurez. Se trata de ‘Sin reglas’, de la profesora Anna Freixas, todo un tratado en defensa de la sexualidad de las mujeres mayores. Y no es que la teoría de Freixas venga a refrendar propuesta alguna de Rousseau (eso haría revolverse en sus tumbas a las maestras del pensamiento feminista), pero no se puede olvidar que aquel que negaba derechos a las mujeres, no les quitaba el poder de sentirse protagonistas y dueñas de sus cuerpos. A diferencia de lo que hubiera de suceder en el puritano siglo XIX, para Rousseau como para Freixas, el deseo sexual femenino es innegable.
Por eso, leer a Freixas y admitir que nuestras abuelas pueden convertirse en poderosas instructoras sexuales de jovencitos al estilo de la señora de Warens, en perversas amas como la de Basile o promiscuas señoras de Larange es una prueba irrefutable de lo poco que ha cambiado el cuento, aunque por medio hubiera quien se empeñara en contarlo de otra manera.