Hay asesinatos que pasan desapercibidos y otros que generan interminables debates sociales. Hay asesinatos que apenas ocupan unas líneas en un diario local y otros que terminan por cambiar eso que llaman el curso de la historia como si lo que acontece siguiese una línea marcada, es más, como si los cambios o crisis históricas hubiesen sido producidos por un solo hecho, como si Gavrilo Princip hubiese sido el responsable de la I Guerra Mundial.
Hay muertes que alcanzan portadas como hay vidas que merecen novelas, como hay muertes anónimas y vidas alumbradas en neón.
Hace dos meses un hombre fue asesinado en Tijuana. Alguien le disparó cuando caminaba en la zona de Otay, a escasos metros del muro que separa México de Estados Unidos. No hay más datos sobre él. Allí se quedó y allí se olvidó como tantos asesinados en esa ciudad. No hubo portadas; no hubo novelas; no hubo neón.
Aquel hombre caminaba por la avenida Alfonso Vidal y Planas, que fue un doctor en metafísica y profesor de literatura vecino de Tijuana, que antes había sido un deportado de Estados Unidos, que antes había sido un exiliado republicano, que antes había sido un poeta y un periodista y un novelista y un dramaturgo muy popular en la España de los años 20 y un anarquista utópico y un asesino. Alfonso Vidal y Planas mató a tiros a su compadre de bohemia y socio teatral Luis Antón de Olmet en el Teatro Eslava de Madrid en 1923. Para él sí hubo portadas.
Y novela.
La escribió él mismo un par de años antes del suceso: Santa Isabel de Ceres, un drama con tintes costumbristas y más que autobiográfico en el que se narra la historia de un joven artista que se enamora y trata de redimir a una prostituta, tal y como hizo Vidal y Planas con Elena Manzanares, con la que acabaría casándose en la cárcel Modelo de Madrid, renunciado a sus principios y a su defensa del amor libre que tan bien teorizaron las anarquistas españolas. No hubo portadas, no hubo versos, no hubo fiesta.
La vida de Elena Manzanares fue una de esas vidas anónimas que no se llevan portadas ni novelas ni neón. Y eso que su historia permitió abrir uno de los grandes debates sociales de la contemporaneidad. No fue el de la prostitución. Eso la hubiera convertido en protagonista y Santa Isabel de Ceres fue humilde hasta cuando su personaje saltó al estrellato.
La novela, convertida en pieza de teatro popular, levantó las iras de las sotanas y el interés del público, que en cada representación en Madrid o provincias llenaba la sala. Eran la Belle Epoque y a la masa le gustaban las historias de sexo, amor y drama.
Así ocurrió el 21 de enero de 1922 en el Teatro Cervantes de Almería. Agotadas las localidades desde días antes y con el debut de Conchita Robles en el papel protagonista, en el patio de butacas se coló el capitán Carlos Berdugo. El militar y la artista habían estado casados un año y medio, el tiempo que necesitó Conchita para hartarse del maltrato y escapar de la relación. Luego hubo de soportar otros cuatro años de persecuciones y amenazas, pero se mantuvo firme. Ganó en los tribunales el derecho a trabajar y a vivir sin su marido. Hasta que él decidió, claro. Escondido entre bambalinas disparó a bocajarro contra Conchita y contra un tramoyista del teatro en plena representación. El público aplaudió la escena convencido de que era parte de la obra. Hubo portadas, drama y neón.
Y debate social.
Tal y como detalla Mónica García Fernández de la Universidad de Oviedo en un interesante trabajo presentado en el V Encuentro de Jóvenes Investigadores en Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, el asesinato de Conchita Robles permitió a quienes cuestionaban el sistema patriarcal que tutelaba a las mujeres y las condenaba a un papel secundario de sus propias vidas demostrar la inhumanidad del modelo. Se escribieron crónicas que justificaban el comportamiento del asesino, al que consideraban cegado por los celos, sí, pero también recogió la prensa las opiniones de quienes veían en Carlos Berdugo un modelo de masculinidad que debía desaparecer. Tribunas firmadas por hombres feministas que no se reconocían en semejante troglodita (sic).
La muerte de Conchita abrió un debate social, aunque no logró acabar con la violencia que padecen sin portadas, sin novelas y sin neones millones de mujeres en el mundo porque un siglo después sigue habiendo vidas y muertes que se desvanecen en el olvido fuera de los teatros o lejos de las calles de Tijuana.