Un maño junto al Misisipi

El día que Niceto Alcalá Zamora firmó el decreto de creación de la “Fundación nacional para investigaciones científicas y ensayos de reformas” hacía casi un año que Rafael Lorente de No había cruzado el Atlántico para abandonar definitivamente España.

El día que la Gazeta de la República publicó aquel decreto, Lorente de No se había levantado junto al Misisipi, que es cuatro veces más largo y 40 veces más caudaloso que el Ebro, había desayunado sin carajillo de por medio en el país de la Ley Seca y había pasado la mañana trabajando en su laboratorio del Central Institute for the Deaf de St. Louise (Missouri).

El día que el Gobierno Provisional de la República puso por escrito que en España “se siente la necesidad de cortar la emigración, ya alarmante, de muchos de los mejores cerebros que no hallan en el país, después que éste los ha formado y seleccionado, lugar propicio donde aplicarse, y se ven tentados por las ofertas de pueblos más ricos o despiertos”, Rafael Lorente de No ya se había cansado de esperar.

El cerebro del maño había hecho el petate después de un año trabajando en la Casa de Salud de Valdecilla (Santander) a la que llegó en 1929 con el encargo de ocuparse de su servicio de Otorrinolaringología y la promesa de disponer de un laboratorio en el que continuar sus investigaciones sobre el sistema nervioso y el sistema vestibular –ese laberinto interior de nuestro oído que regula el equilibrio- . Un año después, el encargo había superado a la promesa. La actividad asistencial había ocupado todo su tiempo, dejando en mero recuerdo su verdadera vocación: la investigación científica.

Él, que con su brillante expediente como estudiante de Medicina de la Universidad de Zaragoza había cautivado a Cajal consiguiendo un puesto como meritorio en el Laboratorio de Investigaciones Biológicas sin siquiera haber acabado la carrera; él, que había logrado que la Junta de Ampliación de Estudios lo becara hasta en tres ocasiones y había pasado 5 años, 5 meses y 9 días recorriendo los mejores laboratorios de Europa; él, que había trabajado a las órdenes de dos Premio Nobel –Cajal, en Madrid y Roger Barany, en Upsala-; él, que había publicado su primer artículo antes de los 20 y redactó su primer paper en alemán nada más cumplirlos; él, que había vivido en Upsala, Berlín, Frankfurt y Koenigsberg; él, que daba conferencias en Madrid, París y Copenhague; él… allí estaba él resolviendo otitis y quitando tapones de cera.

Es fácil imaginar la sonrisa que debió dibujarse en la cara de Lorente de No el día que llegó la oferta de “Yankilandia”, por usar la misma palabra que escribió Cajal el día que se enrabietó y propuso a la Junta de Ampliación de Estudios que acabase con las becas de movilidad –pensiones según la terminología de la época- para todos aquellos que no fuesen profesores de número. Una propuesta que no llegó a ninguna parte si se echa un vistazo a la última memoria de la JAE, que en 1934 aún apuntaba a que 3 de cada 10 pensionados eran investigadores en formación. Para entonces, Lorente de No estaba a punto de firmar con la Washington University una estancia de un año como investigador y el contrato definitivo que le llevó a la nómina de investigadores del Instituto Rockefeller de Nueva York, luego convertido en Universidad, donde trabajó hasta su jubilación en 1972, unos años antes de convertirse en emérito en la Universidad de California-Los Angeles.

Lorente de No, que dejó España exclusivamente por razones profesionales, publicó en las mejores revistas científicas desde los años veinte hasta finales de los cincuenta y fue cuatro veces candidato al Premio Nobel. De él se enorgullecen aún instituciones científicas estadounidenses como la National Academy of Science, aunque la “propiedad” de esta mente privilegiada debería ser universal si se atiende a los cientos de citas que aún reciben cada año sus trabajos en investigaciones neurocientíficas de medio planeta.

El día que el Gobierno español quiso frenar la fuga de cerebros que padecía el sistema nacional de ciencia era el 14 de julio de 1931. Ochenta y seis años después, el Ebro sigue siendo más corto y menos caudaloso que el Misisipi.

 


*Este post es una versión libre de mi comunicación oral en las III Jornadas de Doctorado de la Universidad de Murcia “La fuga de cerebros en España en el primer tercio del SXX. El caso de Rafael Lorente de No”, Murcia, 30 de mayo de 2017.

Bibliografía
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