Los orgasmos de la Patti

El día que Adelina Patti hizo testamento dejó escrito que cuando muriera debían enterrarla en su castillo en Gales y poner sobre su tumba una jaula de ruiseñores. La excentricidad, propia de cualquier artista, apareció reseñada en la prensa europea en 1882. Claro que para entonces los rumores en torno a la vida personal de la soprano americana de origen italiano eran norma en el papel prensa del momento.

De sus conciertos en Londres, París, Berlín, Madrid o San Petersburgo escribieron con todo detalle los críticos musicales, pero también los cronistas del reporterismo más frívolo. Los primeros elogiaban sus interpretaciones presentándola como la gran Diva que fue; los segundos le hacían las cuentas y ofrecían detalles sobre las estratosféricas cantidades que llegó a cobrar o los disparatados precios de las entradas para escucharla. Diez mil francos por un concierto en Burdeos; 100.000 rublos por una butaca en San Petersburgo o un soborno con oro de por medio a un corista para lograr entrar en el Teatro Real de Madrid y verla en el papel de Amina de La Sonnambula.

La Patti, como se la conocía, supo sacar provecho de todo ello. Dejó crecer su propio personaje para explotarlo en una especie de protomarketing que ríete tú de cualquier jugador galáctico del siglo XXI. Anunció Jabones Pear’s; puso su nombre a un polvo de arroz que sólo se vendía, según los anuncios de prensa, “en buenas perfumerías”; dio conciertos benéficos para construir hospitales y teatros –nadie puede ser artista sin una buena gala benéfica- y permitió que la casa de pianos Steinway Sons’ patrocinara la edición de su primera biografía autorizada, publicada cuando sólo tenía 38 años y aún le quedaban por protagonizar un par de sonados escándalos. Y es que La Patti llegó a los 40 y se desmelenó como pocas mujeres hubieran podido hacer en aquel tiempo y no demasiadas se atreven en éste.

Empezó por dejar a su marido, el Marqués de Caux, con el que se había casado con 25 años, y comprarse un castillo en Gales. Su independencia económica le permitió indemnizar a su ofendido esposo, que, de nuevo según la prensa, la había sorprendido en el camerino con su amante, el tenor Ernesto Nicolini. La Patti, que eludió la maternidad no sabemos si por decisión propia o no, mantuvo una relación con el francés hasta la muerte de éste en 1898. Para entonces, la diva ya era una señora de 54 años, lo que a finales del siglo XIX la convertía casi en una anciana. Pero a Adelina Patti le quedaba mucho por delante.

Un año después de morir su amante, la soprano anunciaba su matrimonio con el barón de Felderbrum, un veinteañero con título y sin dinero al que la prensa describía como “un efebo ateniense” que trabajaba como masajista en el centro de hidroterapia al que acudía la Patti por prescripción médica en la londinense Bond Street. Con 55 años años, decía la prensa, la Patti conservaba una belleza excepcional, poco habitual en las mujeres de su edad. Ella misma contaba el supuesto secreto de su belleza: una dieta sin demasiadas grasas, mucha rutina, descanso y un “método especial de masaje”.

Eufemismos aparte y teniendo en cuenta lo que ya han contando historiadoras como Rachel P. Maines sobre lo que eran en realidad los masajes y tratamientos femeninos de hidroterapia –masturbaciones hechas por médicos empeñados en no entender la sexualidad femenina y diagnosticar la falta de sexo como histeria-, Adelina Patti fue una mujer capaz de vivir su sexualidad de acuerdo a sus deseos y necesidades. La única duda es si el método especial de masaje se lo proporcionaba el efebo o la diva se hizo con uno de los vibradores que se comercializaban a finales del siglo XIX como “el mejor amigo del cuerpo humano” (sic).

Lo que parece es que la diva debió morir con 76 años satisfecha con su vida.

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