Foxtrot, quickstep, onestep, shimmy y la danza jazz; el pasodoble, el schotis y el soupertango.
La lista de bailables como se les llamaba a principios del siglo XX es tan larga que resulta complicado imaginar cómo se las apañaban sus fieles, no ya para aprender los movimientos de cada uno, sino sólo para retener sus nombres. Claro que teniendo en cuenta que bailar constituía la forma más popular de diversión, incluso para quienes llevaban una vida miserable en los barrios populares de las ciudades industriales, tampoco extraña la extraordinaria popularidad que adquirieron las danzas llegadas desde el otro lado del Atlántico.
Sí, el inicio del siglo XX, sirvió además de para derrotar imperios como el ruso, para dejar de mirar a Centroeuropa en cuestión de modas musicales. La masa ya no quería imitar a la aristocracia ni mantener las formas, sino divertirse y dejarse llevar, entre huelga y huelga. El remilgado vals fue sustituido por los “movimientos simiescos” (sic) de la nueva danza jazz, en España como en el resto de Europa. De hecho, no hay especiales diferencias temporales en la popularización del Jazz en Madrid o Barcelona y otras capitales europeas. Es más, la presunta “tranquilidad” vivida al Sur de los Pirineos mientras duró la Gran Guerra favoreció la proliferación de locales en los que se ofrecían como reclamo las Jazz Band. En España, quienes pudieran pagarlo aún podían divertirse sin el remordimiento de las trincheras.
La Parisiana o el Ideal Rosales en Madrid y otros clubes en San Sebastián, Barcelona o Valencia ofertaban sesiones exclusivas. Eran espacios elitistas, sin duda.
De hecho, bailar Jazz o el shimmy fue al final de la Guerra una extravagancia sólo para ricos y niñas bien. Ver a aquellos negros interpretar esa música irreverente era una excentricidad que casaba a la perfección con la doble moral imperante, pero la exclusividad no duró demasiado.

La invención y popularización del gramófono de Emile Berliner llevó la música más allá de los salones de los hoteles y balnearios de lujo en España. La máquina, que perfeccionaba el fonógrafo de Edison, fue presentada en España por la prensa científica española en 1892, primero; admirada por el mundo empresarial y “devorada” por el consumismo incipiente apenas treinta años después de ser patentada. Los gramófonos marca “La Voz de su amo” se comercializaban en tiendas especializadas y se publicitaban en la prensa generalista. En los casinos, en las verbenas y romerías, en cualquier fiesta popular de los años 20 no podía faltar un gramófono. Las reproducciones de discos se presentaban en los programas oficiales de fiestas y sesiones de baile.

Una de las primeras críticas a la danza jazz –aquella música nació para ser bailada más que escuchada- se publicó en la revista Mundo Gráfico el 23 de enero de 1918. En ella, uno de los ‘influencers’ del momento, Antonio Zozaya escribía:
“Desde ahora, centenares de millares de jóvenes se quebrarán los cascos buscando las actitudes más simiescas y las contorsiones más selváticas; porque es de advertir que, después de imitar al oso, a la zorra, al pato, al pingüino y al saltamontes, los danzantes de raza se deciden, por fin, a imitar al mono. (…)Hay una edad en que ya no se baila y en que estas mímicas, más ó menos acompasadas parecen una absurda ridiculez”.
Las opiniones de Zozaya, academicista de la vieja guardia, pero con un irónico sentido del humor no lograron frenar el éxito de aquella endemoniada música ni de los desordenados movimientos de quienes la bailaban. Al contrario. Las músicas y modas que llegaban de Estados Unidos, a quien debíamos odiar por lo del desastre del 98 eran en realidad adoptadas con pasión por la mayoría. Las españolas se desmelenaron y salieron a bailar, porque aquella música casaba a la perfección con el feminismo y la imagen de la mujer moderna dueña de su cuerpo que lo hacía vibrar en el eléctrico y exótico shimmy o achuchaba contra su pareja en el tango.
Los críticos musicales sentenciaron a muerte al jazz desde su nacimiento. En 1922, la Federación Americana de Músicos pidió a sus afiliados que se abstuvieran de interpretarla. Dos años antes, en París, el Congreso Internacional de Profesores de Baile ya había firmado un solemne comunicado condenando por bárbaros los bailes modernos. Pero la tentación era demasiado grande. La oficialidad no pudo contener las ganas de soltar el cuerpo de quienes bailaban aquellas músicas hasta en las fiestas de Chamberí. Los cabarets se convirtieron en espacios para practicar un ocio subversivo de música y cocaína, que llegaron a defender autores como Carlos Esplá, en contra de la dominación moralizante. Un repaso a la prensa entre 1918, año en el que aparece la primera referencia gráfica al jazz, y 1923 da una idea del éxito de aquella música, que sonaba incluso en los pueblos pasiegos entre las montañas cántabras.
La oficialidad perdió la primera batalla contra los ritmos americanos, pero ganó la guerra. Lo hizo al cambiar de estrategia. A partir de 1922, la prensa prescriptora y los locales de moda cambiaron el foco hacia “bailables” menos extranjerizantes. Si había que sacar pecho y presumir de raza como exigía el regeneracionismo habría que hacerlo tirando de partituras patrias o al menos nacidas en países de lengua cervantina. El tango, el pasodoble y chotis –la versión castiza de una danza centroeuropea- remplazaron a los ritmos norteamericanos.
Eso sí, no pudieron con los cuerpos pegados ni con el roce, la antesala evidente del sexo moderno.